Son las doce treinta y un sol delicioso golpea la ciudad de Toronto durante el primer domingo del festival de cine. En medio de la intensa actividad festiva, he intercambiado rápidos correos y mensajes de Whatsapp con Laura Amelia Guzmán e Israel Cárdenas, y debemos encontrarnos frente al Industry Lounge, al lado del Bell Lighthouse. Si no es con horas precisas y cierta puntualidad, nadie se encuentra, en un downtown que vibra de estrellas que yo nunca había visto y fiesta del cine por todos lados. Esa misma noche iremos al estreno de su última película, ‘Dólares de Arena’, segundo estreno de la dupla dominico-mejicana en el TIFF y cuarta película de la pareja que nos trajo ‘Cochochi’ y ‘Jean Gentil’.
Cuando me acerco a la pareja, que ultima una reunión, todo se acelera: Cualidad dominicana de comunicación. De inmediato me presentan al autor de la novela, Jean-Noël Pancrazi, un vivaracho señor francés con cara de muchas palabras. Laura Amelia e Israel tienen que irse, por lo que me adjudican al escritor a sabiendas de que en treinta segundos ya nos hemos hecho amigos.
Me tomo a Jean-Noel del brazo y nos abalanzamos a buscar en la concurrida calle una
terraza donde se permita fumar. Una vez al oído y sin tutearlo jamás, le
pregunto como si se me acabara de ocurrir: “¿Qué lo hace sentir que hayan
cambiado la narrativa de la historia y lo hayan convertido en un drama de
lesbianas?”, a lo que este responde que con toda seguridad que, una vez leída
la primera versión de guión, él ya sabía que ‘Les Dollars des Sables’ había
adquirido vida propia.
Nos
sirvieron omelettes y nos atacaron dos abejas, mirábamos a los muchachos pasar
en bicicleta, comparábamos historias y títulos y ordenábamos cervezas en pubs
repletos de productores del cine del mundo. Él estaba tan nervioso del estreno
como lo estaban los directores, decía que esta historia es tan suya como cuando
era novela.
Yo
todavía inquiría sobre la transformación femenina de la historia, pero ambos
concluimos que es simplemente acertado que la pareja de cineastas busque
alejarse un poco de la manida óptica masculina de este fenómeno, y Pancrazi mismo
admite que al ver el filme por primera vez había pensado que la imagen había
superado la palabra. Pero aun eran las tres de la tarde y ya habían varias
cervezas de por medio: Eso estaba por verse.
La
aparición de la novela en Gallimard fue un suceso afortunado, y más afortunada
fue la oportuna decisión de Editorial De A Poco de traducir y publicar la
joyita literaria en una edición tropicalizada de la muy europea historia de
desamores costeños y homosexuales. Pero
no es la sensible trama queer de la historia de Pancrazi lo que reclama una
atención especial, es más bien su diáfana humanidad y su tejido narrativo que
bien parece convenir al contexto en que se desarrolla.
Cuando
el libro pasó por mis manos en el 2011, yo mismo avisté en él un filme que
empezaría a retratar, sin la agobiante comicidad acostumbrada, el universo
costeño del amor transaccional. La noticia de la adaptación de los Cochochi fue
del tipo de resoluciones que es igualmente inesperado como obvio, cosa de
dejarte esperando. A finales del 2012, en una conversación bastante superficial
con Israel, me dejó saber que estaban tratando la historia desde una
perspectiva completamente diferente. Pero yo no lograba agarrar la pista,
mientras ellos ya se disponían a aterrizar.
Sistemáticamente todos los elementos empezaron a caer en su lugar. Una entusiasta Geraldine Chaplin estaba dispuesta a darlo todo trabajando con la que ella llama de “genios”, las locaciones estaban dispuestas, los derechos fueron cedidos y el apoyo nacional e internacional finalmente llegó y llevó este proyecto desde su idea hasta su post-producción.
Según tengo entendido, el rodaje de la película fue como el nacimiento de un hijo en familia. En las localidades de Lanza del Norte, Las Terrenas y Samaná, el no tan numeroso equipo de realizadores jugaría al drama romántico como nunca antes. Laura Amelia se encargaría de los actores, mientras el trabajo de cámara recae sobre Israel y el talentoso Jaime Guerra. En fin, que todos los elementos están a punto para una obra de calidad que todos estábamos ansiosos de ver estrenar.
La sala está llena, tanto un resultado de la fama de los realizadores como la avidez internacional de un cine dominicano en el que no se espera la carcajada vacía o el cuerpo gratuito.
Desde el primer plano reconocemos el universo en que se mueve la historia, cualidad de un cine que sabe adonde va. La sal y el amargue son el escenario para el menos contemplativo filme de los Cochochi, y es en el rostro lleno de angustias de un cantante de bachata donde encontramos la puerta a este drama de esperas y desesperanzas. Este no es un filme de objetos o lugares, si bien son tangenciales en la historia. Es un filme que mira a las caras y refieren lo que no está en pantalla. Es un filme que anda en motor como sus personajes, un filme que se baña en el mismo agua, que transmuta esta versión caribeña de ‘Muerte en Venecia’ a una verdad emocional desgarradora.
En la versión fílmica, el punto de vista es desplazado desde los ojos manimuertos y lánguidos del geriátrico apasionado, a la pulsante vivacidad de Noelí, la amante playera. Así, la voz de Pancrazi que narraba la historia desde esos mismos ojos aborregados y dolorosos, se convierte en la mirada de una Geraldine Chaplin que agoniza a cada instante, trémula de inseguridades, incapaz de realizar las preguntas por temor a las respuestas, y presa de una pasión que la deja sin aliento. Un viaje al núcleo de la angustia que suena a la tristeza de Marino Pérez.
La
fotografía nos recuerda siempre donde estamos, un sol cegador golpea la lente
casi constantemente, es una ceguera cercana a la de esa mujer vieja que ama, o
la incertidumbre de esa joven chica que simplemente se deja amar. Da la
impresión de querer evitar la belleza desbordante del entorno para dejarnos
vivir la tristeza de esta relación desigual. Una cámara que no busca establecer
ni acomodar al espectador, sino hacerlo preguntarse, desorientarse por
momentos, o simplemente sostener la mirada intensa de estos personajes.
El
interés amoroso del protagonista de la historia es definido desde la angustia
literaria del personaje de Pancrazi, de sus incesantes descripciones y
anecdotario. El personaje de Noeli en la novela es casi inexistente, o solo
existe a través de la mirada deseosa del narrador. Noelí es aquí una pura
invención de los Cochochi, que por supuesto encontraron en una chica sin
formación actoral a la actriz perfecta para este rol, acercando la historia a
la mirada dominicana, haciéndola más comprensible y digerible desde el punto de
vista del sanky costeño por idiosincrasia. Es de esta forma, alrededor de los
deseos de Noelí, que la extranjera va a moldear sus esfuerzos, y es su
presencia o ausencia lo que da sentido a sus acciones. Por igual, su novio,
interpretado con gran verdad por el músico Ricardo Ariel Toribio, es el
contrapunto social necesario para colocar a Noelí en la coyuntura. Pero Noelí
tiene otros intereses, proporcionados con su edad y características, que
imperan en sus decisiones y ponen a todo el mundo de vuelta y media. Tal parece
que no existiera poder alguno que la doblegue, y es parte de su aprendizaje a
lo largo de la historia.
No quiero hablar sobre la progresión dramática de la película, de su montaje progresivo y certero, o si de los personajes se transforman y en qué. Solo he de decir que ‘Dólares de Arena’ abre y cierra una historia sin que queden cabos sueltos, sin abordar temas ajenos a la historia, manejando la narrativa con una sensibilidad por encima de la sexualidad, de la edad y del origen. Es, para mí, el más fiel retrato del romance transaccional que tanto hemos rumiado sin profundidad, pero al mismo tiempo de una universalidad que trasciende sus categorías.
Y eso hay que celebrarlo.
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